Discursos de odio

Odio

El mundo vive tiempos turbulentos. Casi que podríamos “fijar tweet” para describir así cualquier época de la humanidad, que no sabe desarrollar su presencia en el planeta de otra manera que en conflicto permanente. Tampoco tenemos claro que exista otra manera. A fín de cuentas, no somos otra cosa que los monos de 2001: Odisea en el espacio, de Kubrick, peleando por el agua con un simple palito.

Pero la aparición en años recientes de grupos de ultraderecha, acompañada en muchos casos de su materialización en poder político, nos pone en guardia y en la necesidad de analizar ya no sus consecuencias, que están y siempre estuvieron a la vista de quien quiera ver, sino sus puntos de largada y la traza del camino que los erigió, en ocasiones, como gobiernos.

Donald Trump allá y Jair Bolsonaro un poco más acá, son sin duda los ejemplos destacados en el continente americano. Marie Le Pen en Francia, o el advenimiento del grupo de ultraderecha Alternativa por Alemania, que lograra una peligrosa segunda posición en las últimas elecciones germanas, también deben ser un llamado de atención para los y las progresistas del mundo.

El rol de los medios

Si hurgamos en sus espacios de acción, los medios de comunicación y las redes sociales, incluso a veces con una lógica sinergia, funcionan como amplificadores de sus discursos y la construcción de sus sentidos. Ya no es desde la calle a los estudios de TV, sino que la viralización de sus discursos sucede al revés. Bajo los reflectores, sus mensajes adquieren una potencia que, en términos de masa crítica y manifestación electoral, no siempre tiene. Hoy vemos como priman la cultura del panelismo, el showtime, la espectacularización de la política y el consumo irónico. ¿Somos responsables, víctimas o qué, de cómo consumimos la información que consumimos?

En el terreno de las redes sociales, el consumo irónico (apoyado sobre múltiples variables como el meme) debe ser discutido, sino replanteado. No por su espíritu, sino por sus “daños colaterales”. A fuerza no solo de dinero, sino también de herramientas como el clickbait, las teorías conspirativas y la explotación de recursos que podríamos ubicar dentro del lenguaje cinematográfico y el periodismo sensacionalista, el discurso del odio ha logrado una trascendencia en términos de views e interacciones en distintas plataformas, que puede asombrar más o menos, pero seguro debe preocuparnos.

Allí, en el fragor del timeline, la visibilización que hacemos de estos personajes (vía retweet, memes o las distintas formas de comunicación moderna) quienes promovemos un mundo más igualitario, puede ser contraproducente. Está siendo contraproducente. El consumo irónico puede ser satírico, inteligente, divertido, ocurrente. Lo que nunca dejará de ser es consumo.

El ruido

Para complejizar nuestro rango de acción como consumidores y prosumidores, invisibilizar o negar la existencia de estos grupos autoritarios suele terminar por generar un efecto boomerang en su aprovechamiento del concepto de “perseguido”: denunciar censura y victimización con un discurso altisonante genera mucho ruido, y es en la confusión y el grito donde más cómodos se sienten los movimientos antiderechos. Además, es poco estratégico, en términos políticos y de acción ciudadana, dejar de observar lo que pasa en la tribuna de enfrente.

Algunas reflexiones

Entonces, ¿hay solución? Puede que no, es una opción. Cuando pretendemos en tanto seres cargados de ideología un mundo libre y tolerante, nos topamos con la disyuntiva de cómo evitar discursos de odio. En su libro The open society and its enemies, el filósofo inglés Karl Popper habla de la paradoja de la tolerancia, de si debemos o no tolerar la intolerancia, en pos de asegurar la libertad de expresión. La respuesta es no. Tolerar la intolerancia puede llevar a la desaparición de la tolerancia, traducida en pérdidas de derechos, persecusión y atrocidades que ya conocemos. “Por más paradójico que sea, defender la tolerancia exige no tolerar lo intolerante”.

El papel que juegan el consumo irónico, la parodia y la ridiculización de los intolerantes es lo que debemos poner en debate, a sabiendas que para que la caricaturización tenga el efecto deseado el receptor debe contar con una serie de conocimientos previos para decodificar el contrato de lectura. No podemos obviar los distintos contextos personales, sociales y emocionales. Jugar a la parodia puede salir mal fácilmente. Lo grotesco no nos interpela a todos por igual, pero sí decididamente llama la atención de las mayorías. ¿Quién garantiza la interpretación de esa atención? La moneda está en el aire.

Volviendo al espacio digital en el que las redes dominan, lo que nos exige el tiempo histórico es ocupar el espacio. Apropiarnos de internet, no en términos absolutos, sino concibiéndola como un espacio público donde lo que se juega son intereses. Y asumiendo un rol activo en esa tensión entre intereses llamada política, que también podría traducirse como el arte de convivir. Luchar contra los discursos de odio es luchar por la democracia y a favor de las libertades individuales. En fin, es intentar crear un mundo mejor, también en su plano digital.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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