Todo tiempo pasado fue mejor. ¿Todo tiempo pasado fue mejor?

A raíz de la nota que Paula Cuestas escribió para Anfibia, sobre la afirmación “lxs chicxs no leen”, surgió un febril intercambio de mails entre el equipo de Faro. Un ejercicio dialéctico a partir del cual nos sumergimos en un fenómeno que va más allá de lo particular de la lectura y las nuevas generaciones: ¿por qué se deslegitima las nuevas prácticas en los espacios digitales?, ¿es la nostalgia de un pasado mejor la que opera con fuerza en ciertos sentidos?, ¿por qué seguimos apuntando con el dedo a las juventudes?

¿Lxs pibxs no leen?

La nota en cuestión refiere a ese mantra que el mundo adulto repite hasta el hartazgo: los pibes y las pibas no leen tanto como, aparentemente, hacíamos antes. También aparece la supuesta dualidad “lectura/tecnología”, que manifiesta que las nuevas generaciones están todo el día pegadas a los dispositivos electrónicos y, por consiguiente, no dedican tiempo a la lectura.

¿De donde nace el mito de que las niñeces y las juventudes no leen?, ¿cómo llega a transformarse en una verdad vox populi, sin tener un solo dato? No preguntamos buscando respuestas exactas, sino más bien para abrir el juego del pensamiento y la reflexión. Porque estamos a favor de los mitos, pero no de aquellos que tienen una carga acusatoria y peyorativa.

“Lo primero que se me viene a la cabeza como para comparar es el mito del nativo/inmigrante, que tanto daño ha causado”, escribe Ezequiel. Y se pregunta: “¿hay más mitos acerca de la mediación digital?, ¿por qué se formarán?”

“Mi primera hipótesis es que es un poco de esa lógica nativos/inmigrantes, sumado al adultocentrismo de pensar que todo pasado fue mejor. Aunque también hay un poco de transferencia: los adultos aparentemente sí leen menos (según las cifras) y quizás es más fácil endilgarle eso a los más pibes”, sostiene Lucía. Y agrega, “sumale al poco interés en indagar la cultura juvenil y enterarse realmente en qué están… es más fácil hacer sentencias”. 

Libertad de expresión

“Efectivamente pesa mucho la nostalgia adultocéntrica y la mirada históricamente peyorativa sobre las juventudes”, suma Facundo al debate. Y lanza la flecha, “creo que eso es fundamental porque, más allá de datos (su inexistencia) o enfoques (sesgados), determina la mirada de una generación (varias) a la que le cuesta ceder la producción de sentidos, contenidos, voces”. Según su enfoque, los adultos de hoy podrían ser  la primera generación que se enfrenta a pibes y pibas que pueden decir lo que quieran, por una diversidad de canales que nadie más que ellos y ellas entienden, y con audiencias mucho mayores que las suyas. “Ahí veo buena parte de la génesis de la mirada adultocéntrica en este sentido”, cierra. 

Existen prejuicios históricos entre el mundo adultos y las juventudes de cada generación.  «Ve televisión todo el día», «yo en tu época ya laburaba mil horas», “ustedes no saben lo que es el esfuerzo, lo tienen todo fácil”, y así podríamos seguir hasta el infinito. “Creo que ahora esto se potencia mucho por el desconocimiento total de la cultura digital y su profundidad”, sostiene Lucía. 

Prejuicios

Luego continúa, “yo no sé si es la primera generación que dice lo que quiere… pienso en las culturas hippies, punks, rock, en los pelos largos, no sé”. Y avanza, “sí creo que hay una pérdida de autoridades (no en términos conservadores sino de grandes mandatos, de ese disciplinamiento tan famoso), y eso genera:

bronca en los adultos que reaccionan con prejuicios hacia los pibes y las pibas”. 

“Es la primera que para decir lo que quiere encuentra medios masivos y se los apropia”, insiste Facundo. “El arte siempre fue un canal, pero no en términos de medios como en este caso con Internet. Posiblemente nunca haya habido un Ibai (y hay miles alrededor del mundo) con esos niveles de audiencia transmitiendo por un medio que no consumen adultos”, cierra, para finalmente coincidir en el diagnóstico sobre la pérdida del peso del mandato, la bronca adulta y los prejuicios históricos contra las juventudes.

La autoridad, otrora valor supremo de las sociedades pre-internet, está puesta en jaque hace rato. Pero es algo que no conviene analizarlo en soledad, sino más bien en contexto.

Confianza

La crisis de legitimidad y confianza en las grandes instituciones del pasado es algo latente. Y los instrumentos digitales tienen mucho que ver en ello. No desde un plano de atribuirles responsabilidad o culpas de manera peyorativa, sino más bien como consecuencias de ciertos estados de hartazgo o de ruptura de un orden preestablecido que ya no funcionaba más. Para comprender lo que planteamos, vale hacerse una serie de preguntas: ¿cuánto confiamos en los Estados?, ¿cómo se transformó el concepto tradicional de “familia”?, ¿sigue siendo la escuela la institución crucial para la formación de las niñeces y juventudes?, ¿cuánto confiamos en las apps?, ¿qué delegamos en ellas? La crisis de la autoridad y la reconfiguración sistémica de la confianza en lo establecido y tradicional tiene múltiples aristas, motivos y consecuencias.

Nos encantaría saber si las familias de pibes y pibas que consumen los y las bloggers, booktubers, o booksgrammers de los cuales habla la nota, también consideran que sus hijxs «no leen».

¿Qué creés?, ¿cómo podemos salir de este argumento simplista que cierra sentidos y desconoce las prácticas digitales juveniles?