No es pasado, 1984 es futuro.

Un mundo que mira hacia 1984. La referencia no es al año, sino al libro. Lo confieso: la referencia tampoco pretende (cómo podría) ser novedosa.

El concepto que el escritor británico George Orwell legó a la humanidad con su libro publicado en el año 1949, es mucho más que una crítica despiadada y necesaria a los sistemas totalitarios de entonces. También funciona como un aviso de que las cosas pueden ponerse aún más feas, tecnología a disposición de la intromisión gubernamental mediante.

Los políticos no solo abordan las redes sociales a través de partidas presupuestarias para comunicar sus acciones de gobierno, o definir y mejorar los perfiles de sus candidatos. Tampoco se termina en el último grito de la moda: el uso del Big Data para llegar directamente a miles de electores, individualizar sus gustos y preferencias, e incidir de forma sutil en su voto, como hicieran Barack Obama primero, y Donald Trump después, según explican los especialistas. El arte de los algoritmos.

A partir de 2017, las y los argentinos que vayan a pedir una visa para viajar a Estados Unidos, se encontrarán con un casillero que solicita indicar el usuario de redes sociales. Una intromisión que puede esperarse en el centro del imperio, en permanente guerra por el control de la economía mundial, con enemigos aleatorios según el momento histórico. Y puede esperarse, también, en Argentina, donde el gobierno nacional revisa perfiles de redes sociales de trabajadores estatales para encasillarlos ideológicamente, y, de ser necesario, despedirlos.

Una versión digital de la caza de brujas.

Información es poder, y nuestra intervención en las redes sociales deja rastros de los más diversos.

Empresas tecnológicas líderes que podemos comparar, por incidencia política y por ganancias vs. PBI, con algunas naciones del mundo, han desarrollado todo su modelo de negocios alrededor de la obtención, el procesamiento, y la venta de datos.

Comercializan bases con cuanto dato obtienen de nuestra navegación y nuestras intereacciones en redes, a otras empresas que encuentran allí la posibilidad de llegar de formas directas que el marketing tradicional no permite, a los posibles consumidores.

Pero más allá de las corporaciones, los gobiernos hacen su juego. Las teorías conspirativas y las acusaciones circulan permanentemente. Las compañías tecnológicas suelen abrir la puerta trasera de sus servidores a los servicios de inteligencia, sin mayores reparos.

A su vez, por estos días en Estados Unidos, muchas de estas compañías líderes enviaron una carta al legislador republicano Bob Goodlatte, supervisor del debate sobre la renovación de la ley de Vigilancia de Inteligencia Exterior (FISA), que expira este año y que el gobierno de Donald Trump pretende mantener intacta. Se trata de la Sección 702, un programa de vigilancia que permite a la NSA (Agencia de Seguridad Nacional) recolectar correos electrónicos e información sobre las comunicaciones por vía digital de extranjeros fuera de EE.UU., y que, según diera a conocer Edward Snowden, afecta también a ciudadanos estadounidenses.

El consultor tecnológico estadounidense filtró, en 2013, a través de distintos periódicos del mundo, documentos clasificados como alto secreto sobre varios programas de la NSA, incluyendo este programa de vigilancia masiva.

En el plano local, el gobierno argentino se mostró menos innovador, menos cuidadoso, y un poco más obsceno. El representante del Poder Ejecutivo en el Consejo de la Magistratura, Juan Mahiques, solicitó ante sus pares de la comisión de Disciplina y Acusación que se investiguen los posteos en redes sociales del camarista laboral Enrique Arias Gibert, quien carga con un pedido de juicio político del Ministerio de Trabajo que apunta también a su colega Graciela Marino. Ambos fueron denunciados tras el fallo por el cual avalaron la paritaria bancaria de 2017, que atenta contra los planes económicos de la actual gestión.

La discusión que estos hechos concretos y actuales plantean, es la de los límites, cada vez más difusos, cada vez más inexistentes, sobre todo a partir de la aparición de las tecnologías de la información y comunicación, entre nuestra vida privada y nuestra labor como trabajadores y ciudadanos de un sistema que invierte fuertemente en control.

Si lo que hay es una disputa política, por más que en las redes sociales se confundan lo público y lo privado, un Estado que se mete allí con fines que no hace explícitos es un Estado que está quebrantando un derecho.

En nuestro país, la Constitución garantiza la intimidad y las acciones privadas de la humanidad. Si no existe un motivo legal para hurgar en esa esfera privada, el Estado debe abstenerse de violentar ese límite. No se puede investigar el pensamiento, el proceso va (o debería ir) por otro lado. El desempeño de un funcionario que atenta contra los intereses de un gobierno no puede ser evaluado con sus posteos en Facebook como atenuante. ¿Dónde queda la libertad de expresión?

Los Estados penetran (y vaya si lo hacen) en nuestra actividad on line.

¿Somos capaces de poner un límite? En ese caso, ¿cuál es ese límite?

Los países centrales son cada vez más proclives a investigar el perfil en la web ya no solo de los turistas que llegan a sus aeropuertos, sino también de sus propios ciudadanos. El caso de Edward Snowden ilustra este obstinado empeño.

El secreto a voces, miles de suposiciones conspiranoides, cobraron volumen y corporizaron lo evidente: nos espían. No solo a los ciudadanos de a pie, sino a líderes mundiales como la ex presidente brasileña Dilma Rousseff, o la canciller alemana Ángela Merkel. Que en nuestra versión criolla estas cosas sucedan con menos delicadeza, no las convierte en únicas ni en novedosas. Aquí y allá, la intromisión se muestra disruptiva y permanente. Sí, en todo caso, generan reacciones distintas.

Los poderes han innovado en sus métodos de persecución, pero la sed de control sigue siendo la misma. 1984 no es pasado. 1984 es el futuro, en tanto no logremos como sociedad controlar la enorme maquinaria dedicada a destrozar hasta la última barrera de nuestra privacidad.

Facundo Bianco, para Faro Digital